Hay entrenadores que aseguran que el fútbol formativo es imposible de compaginar con el competitivo, el cual busca ganar, ganar y ganar… como sea. Aseguran que si tienes un equipo en alta competición —división de honor, preferente, etc.,—, te tienes que olvidar del “juego bonito” y buscar la victoria por todos los medios.
Hay otros entrenadores que pasan bastante desapercibidos y que entienden el fútbol base de otra manera. Su trabajo es conseguir que cada uno de sus jugadores llegue a ser una gran persona y un buen futbolista. Están seguros de que esa es la única forma de llevar un equipo de fútbol base y de que se pueden conseguir grandes resultados en la competición sin estar obsesionados con la victoria.
En una ocasión me desplacé a una población cercana, donde el equipo infantil de división de honor jugaba un partido importante. No sabía qué iba a ver, ni esperaba encontrarme con lo que presencié. La verdad es que me llevé una alegría muy grande que les quiero transmitir.
Cuando llegué al campo, el partido estaba a punto de empezar. Le pedí permiso al entrenador de mi equipo para sentarme en el banquillo. Es algo que me gusta hacer siempre porque es allí donde puedes enterarte de todo los que sucede en el terreno de juego, excepto de los comentarios de los padres. Para eso, debes estar con ellos en las gradas. Pero esto lo dejo para otro momento.
La primera impresión que me llevé fue la amabilidad con la que me recibió el entrenador de mi equipo y la tranquilidad que me transmitió justo antes del partido:
—¿Puedo sentarme en el banquillo?
—Sí, claro, puedes sentarte con nosotros…
—Pero, ¿nos dirá el árbitro algo?
—No te preocupes, no dirá nada.
Me sorprendió que en un partido de tanto nivel, donde se cuida el detalle y se analiza todo al milímetro, se permitiera esta circunstancia; pero me alegré y me quedé muy tranquilo.
A unos metros estaba el entrenador del equipo contrario. Se le veía nervioso aunque intentaba no transmitirlo. Los años en este mundillo me permiten detectar estos pequeños detalles con mucha facilidad. Caminaba de un lado a otro en su zona. Tenía cara de pocos amigos.
Se inició el desfile habitual de los dos equipos, acompañados por el árbitro hacia el centro del campo, con el cartel de respeto. Me quedé mirando a los dos equipos. Uno iba perfectamente uniformado y el otro con varios jugadores con la camiseta por fuera. Los chicos desean parecerse a nuestros ídolos de la tele y les imitan en todo: su corte de pelo, los tatuajes, la forma de vestir, de lanzarse al suelo simulando faltas…
Luego, los dos equipos se dieron la mano en señal de deportividad. Me gusta ese momento del partido, es muy enriquecedor. Sin embargo, más me gustó lo siguiente que vi: los jugadores visitantes, una vez terminados los protocolos de la Federación, se dirigieron sonrientes y respetuosos al entrenador del equipo contrario, que estaba en el banquillo, para saludarle.
La cara del entrenador contrario fue de sorpresa. La verdad es que fue un bonito detalle. Su cara no cambió: seguía nervioso y como si estuviera enfadado. Me imaginé lo que estaría pensando por dentro. En definitiva, una bella lección de deportividad y ¡todavía no había empezado el partido!
El árbitro dio el pitido y la pelota se puso en juego. El entrenador permaneció sentado y tranquilo junto a mí. El otro también se había sentado. Ambos equipos salieron con todas sus ganas. Mi equipo estaba luchando por salir del fondo de la tabla y el otro estaba bien posicionado entre los cinco primeros. La diferencia teórica era abismal.
—Veo al equipo muy bien, pese a la diferencia grande que hay entre ambos en la tabla de clasificación– le comenté a mi entrenador.
En un lance del partido, nuestra defensa cometió un error y el delantero rival no perdonó. Nos metieron el primer gol. Miré de reojo a mi entrenador y me quedé admirado de su reacción. No se había inmutado. No había bronca. No se enfadó con el defensa ni le recriminó nada.
—Creo que el defensa no ha estado muy bien en esta jugada – le dije en tono de duda, por si no lo había podido apreciar.
—Es cierto –me respondió con mucha calma–, pero no hace falta que le diga nada, él ya lo sabe y no consigo nada recriminándole su error. Lo que necesita ahora es mi apoyo.
Mientras me decía esto, se levantó y empezó a aplaudir a sus jugadores que estaban aturdidos por el contratiempo. Les levantó la moral y les confirmó su total confianza: pueden hacerlo y lo van a superar.
La confianza que les transmitía era tan grande que leí en los ojos de los jugadores y en sus mentes una sola idea: “el partido, lo vamos a levantar”. En sus cabezas solo podía existir este pensamiento: “Nuestro entrenador confía en nosotros a pesar del error defensivo. No vamos a defraudarle”.
El capitán se ve en la obligación de animar a sus compañeros dentro del campo y la moral se recupera de nuevo, mientras ponen el balón en juego desde el medio campo.
El entrenador del equipo contrario ha celebrado el gol como si se tratara de una final. Saca pecho y mira orgulloso a sus chicos. Sigue el partido de pie. Cada error de sus jugadores es reprimido con palabras muy duras, imposibles de detallar en este escrito:
—¡¡Me ***** en la abuela de tu madre!!
El entrenador y yo nos miramos alucinados.
Los gritos se oyen en todo el campo. Parece como si estuviera a punto de entrar en el campo y destrozar a alguno de sus jugadores. Quiere dejar clara su autoridad y no va a permitir ningún error.
–Jugamos con ventaja —me comentó mi entrenador—. Con estos gritos, sus jugadores juegan más presionados y con miedo a fallar. Esto nos va de fábula. Es una pena, pero sin darse cuenta nos está favoreciendo.
Los dos equipos muestran sus armas y hay oportunidades de gol para ambos. El partido sigue equilibrado. Me llamaba la atención ver que aunque íbamos perdiendo, mi entrenador no les recriminaba ninguna acción. No perdía la calma.
Cada vez que uno intentaba hacer algo con buena intención y fallaba, él le apoyaba y le felicitaba con comentarios muy positivos que no hacían más que llenarles de confianza para seguir intentándolo. De vez en cuando, corregía a sus jugadores para que entendieran cómo debían hacerlo en próximas acciones. Todo lo que les decía era con un tono muy positivo, mostrando gran confianza en ellos. Se daban cuenta de que su entrenador estaba encantado con lo que estaban realizando en el campo. Ni un grito, ni una palabra de desprecio.
Grandes contrastes
Llegó el segundo gol del equipo contrario. Nuestro equipo recibió el impacto. Un segundo gol es casi sentenciar el partido. “¡No puede ser!, ¡Qué injusto es el fútbol!”, estoy seguro de que esto es lo que muchos de nuestros jugadores estaban pensando en ese momento. Se miraron incrédulos y bastante agotados. Estaba ya finalizando la primera parte. Habían corrido mucho. Habían preparado muy bien el partido durante toda la semana. Habían luchado como nunca y lo estaban haciendo bien. ¿Qué estaba pasando?
No había nada que decir. Estábamos jugando en una categoría muy alta, la de máximo nivel. Los jugadores del equipo contrario tenían mucha calidad y habían tenido el acierto de meter un segundo gol. Nosotros también hubiéramos podido hacerlo, pero el balón no había querido entrar.
Empezó la segunda parte con la misma intensidad que la primera. Los jugadores aprovechaban las pequeñas pausas del partido para hidratarse. Se notaba que estaban haciendo un gran esfuerzo.
–Independientemente del resultado, estoy orgulloso de mi equipo porque está jugando muy bien —me susurró el entrenador—. Jugando así nos podemos ir a casa muy satisfechos.
Me quedé nuevamente sorprendido del comentario de mi entrenador. Ni una sola excusa. Ningún reproche. No le afectaba la derrota, por lo menos externamente. Pero me sorprendió mucho más lo que añadió después:
–Creo que vamos a hacer algo más en este partido. Queda mucho tiempo y alguna jugada tendrá su premio.
Mi entrenador no dejaba de seguir animando a sus jugadores con comentarios siempre muy positivos, que no hacían más que incrementar en ellos el convencimiento de que podían conseguir el gol que les metería de nuevo en el partido. Iban perdiendo, pero no lo parecía en absoluto.
El gol apareció en una jugada preciosa por la banda. Un gol peleado, que dio alas al equipo.
Sin embargo, el entrenador no se movió del banquillo. Sonrió y aplaudió a sus chicos. Lo único que me comentó fue:
—Jorge es un jugador que, cuando no le salen las cosas, se pone nervioso y no juega como sabe. Es un gran jugador. Ahora lo verás diferente. Estamos trabajando con él este aspecto porque es algo que le bloquea completamente. Me alegro por él.
El entrenador del equipo contrario recibió el gol con una monumental bronca que volcó en su defensa. Gesticulaba y maldecía a todo su equipo. Introducía cambios y comentaba en voz alta las atrocidades que había cometido su equipo. Aumentaba el terror entre sus jugadores, que no sabían cómo reaccionar. Realizaba cambios en sus líneas y exigía más concentración en la defensa.
El partido continuó con jugadas extraordinarias por ambos lados. El tiempo corría y parecía que el partido podía terminar con ese resultado. Pero los chicos de mi equipo sacaban fuerzas de no se sabe dónde y apretaban cada vez más, conducidos magistralmente por su entrenador, que se limitaba a seguir felicitando a sus jugadores en cada una de las acciones que realizaban.
Hizo cambios porque habían de jugar todos. Hablaba con su segundo entrenador para decidir quiénes debían salir del campo. Era consciente de que los que entraban no tenían el mismo nivel, pero pertenecían al equipo y tenían todo el derecho a jugar. Los cambios fueron acertados y el equipo siguió apretando con la misma eficacia. Los que habían entrado, lo daban todo. Se notaba que el equipo estaba muy unido y entre ellos se animaban. Los más limitados se sentían perfectamente arropados por los demás y eso les impulsaba a jugar al límite de sus posibilidades.
El otro entrenador miraba el reloj y se daba cuenta de que el partido no se le podía escapar. No entendía cómo un equipo que iba en la parte más baja de la clasificación podía darles tanto trabajo. No se lo esperaba. Las indicaciones a sus jugadores eran muy claras. Había que defender el resultado, intentando no arriesgar en ninguna jugada. Despejar balones y olvidarse de jugar al fútbol. Se produjeron entradas muy al límite.
El entrenador, cuando un jugador nuestro se escapaba en un robo de balón o en un contraataque, repetía insistentemente:
–Pepe, pepe.
Ahora sabemos que esto significaba “falta, falta” (“Hazle una falta, que no siga con el balón”). Impresionante. ¿Cómo es posible que un entrenador pueda dar indicaciones de este tipo a sus jugadores? No me lo podía creer.
Pero el fútbol a veces es justo y el gol del empate llegó. Nuestro delantero recibió un balón dentro del área, lo controló y remató a la red. Apoteósico. Impresionante. La alegría de nuestros jugadores era indescriptible. Estaban agotados y quedaba poco tiempo para finalizar el partido.
No podría describir la reacción del entrenador contrario. Casi se fue del campo, enfadado con su equipo, que no había sabido mantener el resultado como les había pedido. Criticaba a unos y a otros. No dejaba sano a ninguno.
Viendo la escena, lo primero que pensé es: ¿Acaso él no tiene la culpa de todo?, ¿no es su entrenador?, ¿dónde están sus responsabilidades? ¿Quizá su falta de humildad, su soberbia, no le dejan ver la realidad de lo que está pasando? Tenía ganas de decirle: no grites tanto, porque parte de la culpa del resultado es tuya, debes empezar aceptando tus errores.
Ni una acción antideportiva para perder tiempo y conservar el resultado. Nuestro entrenador les indicaba a sus jugadores el tiempo que les quedaba y les pidió ir a por el gol de la victoria.
El árbitro pitó el final del partido y algunos jugadores de mi equipo cayeron agotados al suelo. Lo habían dado todo. Estaban muy satisfechos. Enseguida fueron a dar la mano a los jugadores del equipo contrario. Pero… ¿dónde estaba su entrenador? Lo vi alejarse hacia la puerta del vestuario que estaba al otro lado del campo. ¿Era posible que abandonara el campo sin saludar a nadie? No conseguía entenderlo. ¿Qué harían los jugadores del equipo contrario? Muchos lo imitaron. Normal.
Contrastes, muchos contrastes
En el viaje de vuelta, tuve tiempo de pensar en todo lo que había podido ver esa mañana soleada del mes de febrero. Estaba orgulloso de tener entrenadores capaces de demostrar que se puede competir muy bien sin olvidarse de lo más importante, que es formar a sus jugadores.